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España · 21/07/2025
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Najib Abu-Warda, profesor y autor de " Palestina, historia documentada de 100 años de guerra"
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Najib con Yasir Arafat, líder palestino presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
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Najib Abu-Warda, "El mundo no exige el fin de la ocupación "

Najib Abu-Warda es profesor de relaciones internacionales y autor de ‘Palestina, historia documentada de 100 años de guerra’, un ensayo sobre la compleja trayectoria de Palestina desde la Antigüedad hasta el presente. Nos ayuda a entender la esencia del largo conflicto entre Palestina e Israel y explora eventos decisivos como la creación del Estado de Israel en Palestina en 1948, la guerra de los Seis Días de 1967, la guerra de octubre de 1973, la invasión israelí del Líbano en 1982 y la primera intifada. También analiza los Acuerdos de Oslo, otras iniciativas de paz que no se han concretado y el rol que desempeñan entidades como la Organización de las Naciones Unidas, la Liga Árabe y la Unión Europea; además de un análisis sobre las recientes ofensivas en Gaza. Leyéndolo, uno tiene la sensación de que ciertos errores y patrones se repiten una y otra vez.

¿Diría usted que lo que está ocurriendo hoy en Gaza responde a una lógica que lleva décadas repitiéndose?

En relación con la lógica de lo que está sucediendo en Gaza en la actualidad, afirmaría que sí, absolutamente. Lo que sucede en Gaza en la actualidad no es un suceso independiente, ni una sorpresa histórica, sino la emisión directa de un modelo que ha sido seguido por más de un siglo. En mi obra, busco demostrar que el conflicto entre Palestina e Israel se ha prolongado debido a la negligencia y frecuente violación de principios fundamentales como el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino. Desde el Mandato británico y la Declaración Balfour, a través de la partición de 1947 y los conflictos bélicos de 1948 y 1967, hasta las continuas ocupaciones y bloqueos, la lógica predominante ha sido la de imponer soluciones unilaterales o preservar el orden establecido mediante la fuerza.

Cada intento de paz ha fracasado por la asimetría de poder, la falta de voluntad real para abordar las causas de fondo, la ocupación, los asentamientos, el derecho al retorno de los refugiados, y una comunidad internacional que, en lugar de ser mediadora imparcial, ha respaldado o tolerado la expansión y la ocupación israelí.

Gaza, en particular, se ha convertido en un laboratorio de este patrón: cercada, castigada colectivamente, con explosiones periódicas de violencia que terminan siempre con un alto costo para su población civil. Después de cada escalada, el mundo pide “calma” y “negociaciones”, pero no se exige el fin de la ocupación ni se abordan las condiciones que la generan.

Por eso digo en el libro que los conflictos actuales son producto del pasado. Lo que vemos hoy en Gaza, los bombardeos, el asedio, los crímenes de guerra y de genocidio, la desesperación,  responde a esa misma lógica de desposesión y control que se ha consolidado durante décadas. Mientras no se cambie ese enfoque y no se reconozcan los derechos legítimos del pueblo palestino, el ciclo de violencia está condenado a repetirse.

El libro explora de forma exhaustiva eventos decisivos como la creación del Estado de Israel en Palestina en 1948, la guerra de los Seis Días de 1967, la guerra de octubre de 1973, la invasión israelí del Líbano en 1982 y la primera intifada

Efectivamente, los sucesos actuales en Gaza son consecuencia de una lógica que se ha repetido a lo largo de más de un siglo. No es meramente un conflicto territorial, sino un conflicto estructural de naturaleza colonial, fundamentado en la desposesión sistemática del pueblo palestino con el fin de establecer otro proyecto colonial-nacional en su lugar. Desde la imposición del Mandato británico y la Declaración Balfour, la política ha consistido en imponer hechos consumados, fragmentar el territorio y negar la autodeterminación de Palestina. Además, la comunidad internacional ha aceptado la ocupación, usando el derecho internacional de manera selectiva. Mientras esta lógica siga sin considerar la justicia y solo busque soluciones convenientes, el ciclo de violencia seguirá repitiéndose.

La propuesta de construir una “ciudad humanitaria” en Rafah ha generado una fuerte polémica. Muchos la ven como un desplazamiento forzado más, bajo otro nombre. Desde una mirada histórica, ¿cómo interpreta usted esta estrategia? ¿Qué eco le encuentra en otros momentos del conflicto?

Desde un punto de vista histórico, la iniciativa de establecer una "ciudad humanitaria" en Rafah guarda una similitud significativa con antiguas estrategias de desplazamiento forzado bajo el estigma de legitimidad o necesidad humanitaria. Este conflicto no es algo inédito. Es claramente originado en la Nakba de 1948, momento en el que más de 800 000 palestinos fueron expulsados de sus hogares, así como de los múltiples desplazamientos internos posteriores en Gaza y Cisjordania.,

A lo largo de la historia del conflicto, se han propuesto como "soluciones prácticas" medidas que en realidad reforzaban situaciones ya establecidas, como cambios demográficos permanentes, división del territorio y separación de familias y comunidades. En lugar de facilitar el retorno o la permanencia en sus territorios, se proporcionaban campamentos de carácter temporal o reasentamientos que se transformaban en permanentes.

Parece que el concepto de una "ciudad humanitaria" en Rafah sigue esa lógica. No trata las causas del desplazamiento, el asedio, la devastación de viviendas y la inseguridad, sino que proporciona una solución de emergencia que, en la práctica, podría convertirse en otro paso hacia la desposesión y el confinamiento de la población palestina.

Históricamente, estas medidas se han empleado para gestionar la crisis humanitaria de manera superficial, sin tratar la cuestión política esencial que radica en el derecho de los palestinos a permanecer en sus territorios. Por eso existe tanto escepticismo: muchos consideran que esa propuesta no representa una auténtica respuesta humanitaria, sino la continuación de un modelo de desplazamiento obligado y fragmentación que se ha reiterado durante décadas.

La idea de crear una "ciudad humanitaria" en Rafah no se puede ver sin considerar la geopolítica y los grupos que la apoyan. Desde una perspectiva histórica, Estados Unidos ha sido importante en apoyar enfoques que manejan las consecuencias humanitarias del conflicto, pero sin tratar sus causas políticas. Durante décadas, Washington se ha convertido en el principal socio político, diplomático y militar de Israel. Ha bloqueado resoluciones en el Consejo de Seguridad de la ONU que pedían el fin de la ocupación o defendían los derechos de los palestinos, y ha presentado como "realistas" propuestas que apoyaban situaciones ya establecidas, como la expansión de asentamientos o el bloqueo de Gaza. En lo que respecta a Rafah, el concepto de una "ciudad humanitaria" no se origina en un vacío. Se ajusta a una perspectiva que aspira a "relocalizar" a los palestinos para favorecer operaciones bélicas y reconfigurar el territorio político y demográfico de Gaza. Estados Unidos, al brindar apoyo diplomático a Israel y proporcionar cobertura política en foros internacionales, promueve este tipo de iniciativas que, bajo el prisma humanitario, podrían convertirse en nuevas formas de desplazamiento forzado.

La mayoría de las iniciativas de paz han fracasado porque han eludido tratar el problema esencial que es la ocupación y la negación del derecho del pueblo palestino a la autodeterminación. 

Las negociaciones de alto el fuego están atascadas, como tantas veces en el pasado. Usted ha escrito que muchos procesos de paz fracasaron por no abordar el fondo del problema. ¿Qué se sigue dejando fuera hoy que impide avanzar hacia una solución real?

Indudablemente, he sostenido que la mayoría de las iniciativas de paz han fracasado porque han eludido tratar el problema esencial que es la ocupación y la negación del derecho del pueblo palestino a la autodeterminación.

Hoy, al igual que en otras ocasiones, las negociaciones de alto el fuego se orientan hacia la inhibición de la violencia inmediata, lo cual es absolutamente necesario para salvar vidas. Sin embargo, ignoran las causas básicas que la provocan. Se abordan asuntos como los intercambios de prisioneros, pausas humanitarias o donaciones de asistencia, pero no se aborda el problema esencial que consiste en la erradicación del bloqueo a Gaza, la ocupación militar de Cisjordania, el crecimiento de asentamientos ilegales y la división territorial impuesta a la población palestina. Otro asunto de considerable omisión es el asunto de los refugiados. Millones de individuos palestinos residen en el exilio o en campamentos, privados de su derecho a la repatriación. Mientras esas cuestiones esenciales son obviadas, cualquier cese al fuego será meramente una tregua provisional. Será una interrupción en un círculo vicioso de violencia que está estructuralmente programado a repetirse, ya que sus orígenes continúan siendo inalterables. Ningún convenio que desatienda dicha dimensión humana y política puede ser sostenido.

Además, habitualmente se encuentra ausente una mediación imparcial. Estados Unidos, que actúa como mediador principal, no es un participante imparcial: es el principal proveedor de asistencia militar a Israel, su aliado estratégico más sólido y el protector diplomático que ha salvaguardado a Israel de sanciones o presiones reales en escenarios internacionales como el Consejo de Seguridad de la ONU. Esta asociación estratégica no solo conlleva el traspaso de armamento y tecnología militar, sino también un apoyo político que valida políticas como la ocupación, la instalación de colonos en territorio ocupado y el bloqueo de Gaza. Dicha ausencia de imparcialidad desvirtúa cualquier intento de negociación equitativa, dado que proporciona a una de las partes, Israel, la certeza de que no enfrentará consecuencias reales por incumplir acuerdos o por imponer hechos consumados sobre el territorio.

Desde mi perspectiva, para Israel y, en cierta medida, para Estados Unidos, preservar el statu quo, esa circunstancia de "ni guerra ni paz", representa un objetivo estratégico. Esto permite a Israel mantener el control del territorio, aumentar los asentamientos y evitar las concesiones complicadas que requeriría un verdadero acuerdo de paz. A Estados Unidos, al administrar el conflicto en lugar de solucionarlo, le otorga influencia en la región, alianzas estratégicas y justifica su intervención militar. Este enfoque mantiene a los palestinos en una situación de incertidumbre sin derechos completos.

Mientras se sigan ignorando las causas principales, como la ocupación, la falta de autodeterminación y los refugiados, solo habrá ciclos de violencia con pausas temporales, sin una paz real. Si la comunidad internacional aspira a una resolución al conflicto, debe trascender el mero control de la violencia inmediata. Es imperativo asumir el compromiso de confrontar las causas del conflicto, demandar el respeto al derecho internacional y asegurar a los palestinos los mismos derechos que se consideran inalienables en cualquier otro lugar del mundo.

Diversas naciones europeas y otras potencias no solo mantienen una postura pasiva, sino que también venden armamento a Israel o mantienen convenios de cooperación militar y comercial que fortalecen su capacidad para mantener el asedio y las ofensivas militares.

La situación humanitaria en Gaza es alarmante: hospitales colapsados, desnutrición infantil, infraestructuras destruidas… ¿Qué responsabilidad tienen, en su opinión, los actores internacionales en haber llegado a este punto? ¿Y qué pueden —o deben— hacer ahora?

Efectivamente, la situación humanitaria en Gaza es de gravedad extrema. Los hospitales se encuentran en estado de colapso debido a la escasez de suministros y ataques directos que los han destruido o dejado inoperables. Los médicos operan en ausencia de electricidad y medicamentos fundamentales. El bloqueo y la devastación de infraestructuras han desencadenado una crisis alimentaria crónica, con infantes que padecen anemia y retraso en su crecimiento. La infraestructura civil está muy dañada. Residencias, instalaciones de agua y redes eléctricas han sido destruidas repetidamente en ataques aéreos. El abastecimiento de agua potable es insuficiente y la electricidad prácticamente inexistente, lo cual incrementa las enfermedades y complica la cotidianidad.

A partir de 2007, el bloqueo fiscal ha transformado Gaza en una cárcel a cielo abierto. Más de dos millones de individuos, de los cuales la mitad son menores, residen confinados, sin libertad de desplazamiento ni oportunidades económicas. Cada ciclo de violencia arruina lo poco que se ha logrado reconstruir, creando una crisis humanitaria que se vuelve cada vez más grave y no se limita solo a la emergencia inmediata. Es el resultado de una política constante de castigo colectivo y genocidio.

En este escenario, la responsabilidad principal recae en los participantes directamente involucrados: el gobierno y el ejército de Israel, que han tomado la decisión y llevado a cabo las acciones de asedio, bombardeo y destrucción en Gaza. En segundo lugar, Estados Unidos, en su calidad de colaborador indispensable, es el principal proveedor de asistencia militar a Israel y su principal apoyo diplomático. No solamente ha autorizado, sino que también ha legitimado la idea de que la contención y el castigo colectivo hacia Gaza eran opciones aceptables.

Numerosos países de la región árabe son partícipes pasivos y activos en la tragedia de Gaza. Pasivos debido a que han establecido relaciones con Israel sin demandar la conclusión del bloqueo ni progresos para los palestinos, relegando su causa a un tema secundario. Activos, dado que han ejercido presión sobre las autoridades palestinas para que acepten acuerdos injustos y han colaborado en el bloqueo, controlando fronteras o condicionando la ayuda humanitaria a sus intereses particulares. En esencia, han privilegiado sus alianzas y estabilidad interna por encima de la defensa de los derechos del pueblo palestino, debilitando la solidaridad árabe y dejando a Gaza en una situación de aislamiento más pronunciado.

La Unión Europea, junto con otras potencias, ha desempeñado un rol sumamente ambiguo. Por una parte, denuncian la crisis humanitaria en Gaza y financian asistencia de emergencia o proyectos de reconstrucción, los cuales frecuentemente son destruidos en los bombardeos subsiguientes. Por otro lado, se niegan a imponer sanciones o condiciones efectivas en su relación con Israel. Su estrategia ha consistido en administrar la catástrofe en vez de evitarla o enfrentar sus causas fundamentales, como la ocupación y el bloqueo. Además, diversas naciones europeas y otras potencias no solo mantienen una postura pasiva, sino que también venden armamento a Israel o mantienen convenios de cooperación militar y comercial que fortalecen su capacidad para mantener el asedio y las ofensivas militares. En términos prácticos, este respaldo directo, ya sea de índole política, económica o militar, contribuye a perpetuar la impunidad y a mantener el ciclo de violencia y devastación en Gaza.

El sistema multilateral también tiene responsabilidad. Durante años, entidades como la Organización de las Naciones Unidas han registrado el impacto devastador del bloqueo, la ilegalidad de los asentamientos y los crímenes de guerra, siendo sus resoluciones ignoradas y su capacidad para imponer consecuencias prácticamente inexistentes. Esa impotencia, en otras palabras, esa ausencia de voluntad colectiva, ha dejado el derecho internacional inservible ante Israel, el Estado establecido por una resolución ONU.

Hoy se requiere que los participantes internacionales trasciendan mucho más allá de la prestación de asistencia humanitaria. Es necesario que requieran un alto fuego inmediato y perdurable. Es necesario presionar para levantar totalmente el asedio, asegurando el desplazamiento libre de mercancías y personas. Es fundamental tratar las raíces políticas, tales como la conclusión de la ocupación, el respeto del derecho al retorno de los refugiados y la autodeterminación palestina. En términos más precisos, se debe dejar de considerar a Gaza como una crisis humanitaria perpetua que debe ser gestionada para prevenir explosiones de gran magnitud. La contención es la que ha desembocado en la situación presente. La responsabilidad de los actores internacionales en la catástrofe humanitaria de Gaza es enorme y no se puede minimizar. No se trata solo de la inacción, sino de la complicidad activa o pasiva en sostener un bloqueo prolongado y permitir repetidas ofensivas militares que han destruido sistemáticamente Gaza.

En varias entrevistas ha dicho que se puede acabar con Hamás, pero no con la causa palestina. ¿Qué es, exactamente, lo que mantiene viva esa causa después de tantas décadas de violencia, exilio y ocupación?

Sí, lo he dicho y lo mantengo. Se puede intentar acabar con Hamás como organización, pero no se puede erradicar la causa palestina. Porque la causa de Palestina no es un movimiento político concreto, ni una facción armada, sino que es el derecho de un pueblo a vivir libre, con dignidad y soberanía en su propia tierra. Es la fuerza de una nación con raíces milenarias, que se enfrenta a un proyecto colonial impuesto artificialmente, y cuya identidad y memoria colectiva no pueden borrarse con represión ni violencia.

Lo que mantiene viva esa causa de Palestina, incluso después de tantas décadas de violencia, exilio y ocupación, es la experiencia compartida, la memoria de la Nakba de 1948, cuando cientos de miles fueron expulsados de sus hogares, no es historia, es memoria viva, es una herida abierta en cada familia palestina. Cada generación crece escuchando relatos de aldeas destruidas, tierras confiscadas y el derecho al retorno negado. También está la experiencia cotidiana de ocupación y represión: puestos de control militares, colonias que siguen expandiéndose, arrestos masivos, bloqueos que convierten a Gaza en una cárcel a cielo abierto. Estas no son abstracciones ideológicas: son realidades diarias que forjan una identidad colectiva resistente. Pero hay algo aún más profundo: la convicción de tener derecho a permanecer como nación libre e independiente. Esa conciencia no se destruye con bombas ni se extingue en los campamentos de refugiados. De hecho, suele fortalecerse en la adversidad. Mientras sigan existiendo la ocupación militar y las políticas de colonización, la lucha por la libertad seguirá viva y activa. Los tanques y aviones pueden bombardear ciudades, pueden matar a la población civil, pueden destruir casas, escuelas y hospitales, pero no podrán matar las ideas y las causas por las que luchan los pueblos.

Históricamente, Gaza ha sido un cruce estratégico de rutas comerciales y militares, situada entre Egipto y el Levante. Esa posición la convirtió en objetivo de repetidas invasiones, fue conquistada por egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos, bizantinos, árabes, cruzados, mamelucos, otomanos y británicos. Esa misma historia de invasiones forjó también su identidad como bastión de resistencia. Gaza ha sido célebre por su capacidad de reconstruirse y resistir el dominio extranjero. En tiempos antiguos, resistió asedios famosos, como los de Alejandro Magno. En la era moderna, se convirtió en símbolo de la resistencia palestina frente a la ocupación imperialista sionista, especialmente durante los bloqueos y ofensivas militares más recientes. Así, el nombre de Gaza no solo evoca su significado original de “fuerte” o “poderosa” en lenguas semíticas, sino que también se ha cargado históricamente con el sentido de ser un lugar marcado por invasiones, pero conocido por su tenaz resistencia. Es un espacio donde el poder militar se ha ejercido, pero donde también la voluntad de la población local de mantenerse en su tierra ha sido una constante de su identidad.

Además, la causa palestina se ha convertido en un símbolo mundial de lucha contra el colonialismo, el apartheid y la injusticia sistemática. Hay una solidaridad internacional, desde movimientos populares hasta organismos multilaterales, que, pese a todas las presiones, reconoce la legitimidad de los derechos del pueblo palestino. Ese simbolismo ha inspirado movimientos sociales y de derechos humanos en todo el mundo, que ven en la causa palestina el espejo de otras luchas contra la opresión y la desigualdad. Desde manifestaciones masivas, hasta campañas de boicot y denuncias en foros internacionales, hay una solidaridad internacional que no se deja intimidar por las presiones policiales o las acusaciones de criminalizar la crítica.

Incluso en espacios oficiales y multilaterales, donde las potencias más influyentes intentan imponer el silencio o la equidistancia, persiste el reconocimiento formal del derecho del pueblo palestino a tener su Estado propio, al fin de la ocupación y al retorno de los refugiados. Esa legitimidad internacional no es un gesto vacío: es un recordatorio constante de que la causa palestina no es terrorismo ni extremismo, sino una lucha por valores universales de justicia, igualdad y libertad que sustentan el derecho internacional y la conciencia moral global. Son los mismos valores que inspiraron la Revolución Francesa, la Revolución Americana, la Revolución Soviética y todas aquellas luchas que se levantaron contra la opresión y la tiranía. La causa palestina se inscribe en esa misma tradición de pueblos que se niegan a aceptar la dominación imperialista y exigen el derecho a decidir su propio destino, con dignidad y soberanía. En ese sentido, por más que se intente aislarla, sofocarla o criminalizarla, la causa palestina seguirá viva mientras haya quienes rechacen la idea de que la fuerza puede borrar la historia, la identidad y los derechos de un pueblo.

En otras palabras, acabar con Hamás o con cualquier otro actor político no resolverá el conflicto mientras no se aborde su raíz: la negación sistemática de los derechos nacionales del pueblo palestino. La historia demuestra que la lucha por la libertad y la dignidad no puede ser sofocada con violencia ni represión indefinida. Surge y resurge incluso en las condiciones más adversas, porque está anclada en la convicción profunda de un pueblo de que su existencia, sus derechos y su futuro no pueden ser eliminados por ninguna fuerza.

La causa de Palestina no es un movimiento político concreto, ni una facción armada, sino que es el derecho de un pueblo a vivir libre, con dignidad y soberanía en su propia tierra. Es la fuerza de una nación con raíces milenarias, que se enfrenta a un proyecto colonial impuesto artificialmente.

Hoy se libra también una batalla por el relato: en los medios, en la academia, incluso en las redes sociales. ¿Cuál cree que debe ser el papel de los historiadores y del mundo intelectual en esa disputa por la memoria y la legitimidad?

Es verdad, hoy no solo se libra una guerra en el terreno militar y político, sino una guerra decisiva por el relato, por la memoria y por la legitimidad. Vivimos inmersos en guerras informativas, donde los discursos son armas estratégicas que moldean percepciones, justifican políticas y legitiman o criminalizan pueblos enteros.

El poder de imponer un relato no es neutro ni accidental. El sionismo político, con el apoyo de potencias occidentales y mediante alianzas estratégicas con grandes conglomerados mediáticos y corporaciones multinacionales, ha logrado durante décadas construir y sostener una narrativa hegemónica. Esa narrativa presenta a Israel como un Estado moderno, democrático, amenazado por sus estados vecinos, mientras oculta su carácter colonial, la violencia estructural de la ocupación y las realidades de apartheid y limpieza étnica. Eso no ocurre por accidente. Hay una estrategia sistemática para presentar a Israel como la víctima perpetua y a los palestinos como amenazas para su existencia. Se oculta o relativiza la violencia del Estado israelí, mientras se amplifica selectivamente la violencia palestina, para justificar políticas de asedio, represión y ocupación. Además, hay un esfuerzo activo para criminalizar la solidaridad con Palestina. Se persigue a académicos, artistas y movimientos sociales acusándolos de antisemitismo por el solo hecho de denunciar un sistema colonial y de apartheid. Esa estrategia busca no solo silenciar la crítica, sino sembrar miedo y autocensura.

No se trata solo de orientación periodística, sino de una arquitectura de poder y dominio profesionalizado de los medios, relaciones públicas internacionales, influencia en gobiernos, financiamiento de think tanks y universidades, campañas coordinadas para silenciar o desacreditar voces críticas. En este ecosistema mediático globalizado, se invisibiliza deliberadamente la voz palestina o se reduce a imágenes de sufrimiento descontextualizado, que despolitizan su causa al presentarla como cuestión humanitaria sin responsables ni historia.

En este contexto, el papel de los historiadores y del mundo intelectual, medios de comunicación y periodistas honestos, va mucho más allá de simplemente documentar hechos del pasado, además, consiste en disputar activamente el presente y el futuro. Tenemos una obligación ética ineludible: desmontar y desnudar las mitologías que han sido construidas deliberadamente para justificar y perpetuar, la dominación, la ocupación y la violencia estructural de los Estados. Esto implica revelar y analizar las redes de poder, políticas, económicas, mediáticas, que sostienen esas realidades con impunidad, que las legitiman y las presentan como verdades. El historiador y el intelectual tienen el deber de desarticular los relatos que buscan deshumanizar al oprimido y blanquear la violencia del opresor. De devolver la voz a quienes han sido silenciados. De reconstruir la memoria colectiva de un pueblo, no como un archivo de dolor, sino como un derecho político y un acto de resistencia. En última instancia, el trabajo intelectual tiene que ser un acto de resistencia frente a la desinformación y la propaganda. Tiene que iluminar lo que se quiere mantener en las sombras, desafiar y alertar a la sociedad de que, sin memoria verdadera, sin justicia y sin igualdad de derechos, cualquier paz será una farsa sostenida por la violencia.

Después de todo lo vivido, ¿sigue creyendo que una solución política es posible? ¿Qué forma podría tener —dos Estados, un Estado binacional, una confederación— y qué obstáculos reales se lo impiden hoy por hoy?

Sí, sigo creyendo que una solución política es no solo posible, sino indispensable. La historia demuestra que ningún conflicto basado en la negación de derechos fundamentales se resuelve de forma duradera por la fuerza. Al final, todas las partes necesitan alguna forma de convivencia justa y mutuamente aceptable.

Sobre la forma que podría tener, creo que hay varias opciones viables en abstracto: dos Estados, un Estado binacional con igualdad de derechos, o incluso una confederación que reconozca identidades nacionales distintas, pero permita estructuras políticas compartidas. Ninguna de estas fórmulas es imposible en principio. Pero el problema no es de diseño institucional, sino político y ético;: todas estas opciones exigen el mismo requisito básico: reconocer la igualdad de derechos de palestinos e israelíes. Sin embargo, en la actualidad, los obstáculos son mayores que las posibilidades de la paz. Sobre el terreno, la expansión de asentamientos ha fragmentado Cisjordania y hace inviable un Estado palestino contiguo. Gaza está asediada y aislada. Jerusalén ha sido unilateralmente anexionada por Israel. Los refugiados siguen sin derecho al retorno.

A nivel político, el liderazgo israelí dominante rechaza abiertamente la idea de un Estado palestino soberano y apuesta por mantener el control perpetuo. La división interna palestina también debilita su capacidad de negociación y estrategia unificada. Además, la comunidad internacional, en especial Estados Unidos y sus aliados,  sigue actuando más como garante del statu quo que como mediador honesto, dispuesto a presionar para que se respeten los derechos internacionales. Aun así, a largo plazo, no creo que el conflicto sea irresoluble. La clave está en romper la lógica de dominación y sustituirla por la de igualdad. Eso exige un cambio profundo en las mentalidades y en las correlaciones de poder: que la presión internacional no se limite a la ayuda humanitaria o las declaraciones vacías, sino que exija el fin de la ocupación y la igualdad de derechos como condiciones no negociables. En última instancia, la solución no será fácil, no solo diplomática, sino que moral y requerirá reconocer el dolor y los derechos del otro, hacer justicia histórica y construir estructuras políticas que garanticen la libertad y la dignidad de ambos partes. Es difícil, pero no imposible. Y es la única salida real para romper un ciclo de violencia sin fin.

Finalmente, hay que recordar siempre que el conflicto palestino-israelí no es un accidente ni una fatalidad histórica, sino el resultado de decisiones políticas concretas que han impuesto, sostenido y normalizado un sistema de ocupación, colonización y desigualdad. Gaza, con su devastación humanitaria, es el síntoma más brutal de esa estructura de opresión. Detrás de cada alto el fuego frustrado, de cada “proceso de paz” fallido, de cada masacre justificada en nombre de la seguridad, hay una lógica que se repite: mantener el statu quo, administrar la crisis sin resolver sus causas, reducir la cuestión palestina a un problema humanitario sin reconocer su dimensión política y nacional.

Los actores internacionales, Estados Unidos, potencias europeas, regímenes árabes, han sido cómplices de este fracaso, por acción o por omisión. Han priorizado alianzas estratégicas, negocios de armas y otros intereses sobre la justicia y el derecho internacional. Han permitido que se imponga un relato hegemónico que silencia la voz palestina y criminaliza su resistencia.
La única solución real exige un cambio radical de paradigma. Es decir, reconocer que no puede haber paz sin justicia, ni justicia sin igualdad de derechos. Acabar con la ocupación, garantizar la autodeterminación palestina, reconocer el derecho al retorno de los refugiados, construir estructuras políticas basadas en la dignidad y la libertad de todos.

 

Categorías Ayuda Humanitaria · Construcción de la paz
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